Museo del Olvido
Cesar Hildebrant
El alanismo en funciones -es decir el Apra invadida y vaciada de todo contenido incómodo para Pepe Graña- ha decidido no contribuir a que el Perú tenga un lugar donde se concentre la memoria de la atrocidad.
Estoy hablando de la atrocidad plural que nos ensangrentó. En primer lugar, la de los senderistas que nos hicieron más pobres y más tristes. En segundo lugar, la de los emerretistas que creyeron que el Perú era La Habana de 1958. Y en tercer lugar, la de los militares específicos -con nombre y apellido- que terminaron pensando como senderistas, actuando como emerretistas y destruyendo, junto a Fujimori, sus propias instituciones.
El juicio a Fujimori no es el juicio a un dictadorzuelo pícaro y sin escrúpulos solamente. Es el juicio al hombre que canceró la democracia y convirtió el delito casi en norma a cumplirse so pena de castigo.
Lo mismo pasa con el procesamiento judicial de los militares bestializados que actuaron a la par que el enemigo. La depuración de las Fuerzas Armadas y el castigo a los criminales escondidos todavía entre sus filas son pasos necesarios para volver a respetar a los militares.
Porque los militares no son la pandilla que manejaron Fujimori y Montesinos ni los colinas que mataban niños ni los generales que robaban hasta en el reequipamiento de sus propias unidades. Esos no eran ya militares. Eran truhanes uniformados y decididos a mantener a Fujimori, el capo de la banda, en el poder.
El Perú necesita de sus Fuerzas Armadas. Pero no quiere esos harapos mugrientos que Fujimori nos entregó. Lo que necesita es a sus Fuerzas Armadas devueltas y decentes.
Y para ello es necesario, es absolutamente imprescindible que terminemos de castigar a quienes ensuciaron el uniforme y degradaron el papel de sus instituciones.
El Museo de la Memoria rechazado encaja perfectamente con esta idea de la separación de la paja y la identificación del mal.
Al rechazar el Museo de la Memoria el alanismo de los Nava y los Cornejo vuelve a demostrar su parentesco literalmente sanguíneo con la banda armada que Fujimori mandó desde Palacio.
La argumentación de esa banda ha sido la misma todos estos años: las Fuerzas Armadas nos libraron del terrorismo y, por lo tanto, no merecen sino agradecimiento.
Lo que no dicen esos abogados de la oscuridad es que estuvimos a punto de perder la guerra con el terrorismo asiático de Sendero "gracias" precisamente a los métodos nazis que Belaúnde permitió, García instigó y Fujimori elevó a doctrina de seguridad.
Cada asesinato masivo de inocentes incorporaba decenas de combatientes de Sendero a su organización.
Una gran investigación policial, sin embargo, permitió la captura de Guzmán. El carácter vertical del P.C. del Perú hizo el resto.
Y lo que no dicen los choros que caviarizan a todo el mundo que no piense como ellos es que, después de 1992, la Fuerza Armada, que hubiera podido reclamar para sí, en efecto, un gran reconocimiento, impidió cualquier rencuentro con la sociedad civil al implicarse, hasta el cuello, en la mugre moral del fujimorismo.
La cúpula militar de aquel entonces le "cobró" al Perú la pacificación lograda, no precisamente con sus métodos, con cientos de millones de dólares de latrocinio, sobrevaluación de armamento y agresiones al Estado de Derecho. Es como si los militares estadounidenses se hubiesen dedicado al saqueo de su propio país tras el triunfo en la segunda guerra mundial.
La prédica del fujimorismo ha sido siempre la de perdonar sin recordar y la de olvidar sin ningún propósito de enmienda. Esa lógica mafiosa tiene un propósito: obtener una impunidad nacida de la supresión de la historia, de la negación de la vergüenza, del mecanismo más primario de la infamia.
Esa "razón" racista nos propone, además, una ciudadanía de segundo orden: la de los miles de quechuahablantes víctimas del fuego cruzado y de la crueldad de todos los bandos. Porque la pregunta que nos hemos hecho estos años sigue sin respuesta: si los viles asesinatos de sospechosos y meros testigos hubieran ocurrido en Miraflores, ciudad de Lima, ¿alguien podría hablar de leyes de punto final a la uruguaya?
¡Si todos son asesinos -piensan los fujimoristas- ya nadie es asesino! Y van más allá: ¡si no hay castigo es que no hubo crimen! De allí la presión vallerrestriana que ejercen, con ayuda de Alan García, sobre los jueces del megajuicio. Y para ello qué mejor que un Consejo Nacional de la Magistratura teledirigido desde el Ejecutivo.
No es de extrañar, por otra parte, que el Apra apueste al olvido. Al fin y al cabo, el partido que García ha amordazado y metido en un sótano ha sido siempre maestro en la tergiversación del pasado, que es el modo no virtuoso de olvidar.
¿Recordar? ¿Museo de la Memoria?
Habría que recordar tantas cosas en la larga existencia del partido que Haya fundó para cambiar el Perú. No es propósito de esta columna hacer de Funes sañudo pero bastaría que mencionáramos la tragedia y masacre de 1932, el crimen de 1935, el homicidio de 1945, la pasmada traición de 1948, la promiscuidad de 1956, la romana decadencia de 1963.
Pero si el Apra frecuenta el olvido como mecanismo de defensa, el doctor García necesita el electroshock del poder para llegar a su propia amnesia salvadora.
Si no fuera por el poder, al que llegó precisamente para olvidar hasta sus promesas más recientes, los cadáveres isleños y marítimos que Giampietri vio tan de cerca se agazaparían en sus sueños, con colgajos de algas en los hombros, como los náufragos resucitados de Dylan Thomas en "Bajo el bosque de leche", y las ropas acribilladas de Cayara colgarían en los tendederos imaginarios de Palacio, y los desaparecidos de Los Molinos volverían con sus caras de sorpresa y su inútil candil de kerosene.
Nos han negado un Museo de la Memoria. Lo que no pueden negar es la historia. Esa historia que apristas, fujimoristas y odriistas como el cura Romaña podrían repetir hasta la náusea si fuera necesario fascistizar otra vez a los militares para salvar sus bienes. Esa historia que el Perú mayoritario y democrático no quiere que regrese jamás.
No nos libramos de Guzmán y sus hienas para terminar en manos de sus imitadores.
El alanismo en funciones -es decir el Apra invadida y vaciada de todo contenido incómodo para Pepe Graña- ha decidido no contribuir a que el Perú tenga un lugar donde se concentre la memoria de la atrocidad.
Estoy hablando de la atrocidad plural que nos ensangrentó. En primer lugar, la de los senderistas que nos hicieron más pobres y más tristes. En segundo lugar, la de los emerretistas que creyeron que el Perú era La Habana de 1958. Y en tercer lugar, la de los militares específicos -con nombre y apellido- que terminaron pensando como senderistas, actuando como emerretistas y destruyendo, junto a Fujimori, sus propias instituciones.
El juicio a Fujimori no es el juicio a un dictadorzuelo pícaro y sin escrúpulos solamente. Es el juicio al hombre que canceró la democracia y convirtió el delito casi en norma a cumplirse so pena de castigo.
Lo mismo pasa con el procesamiento judicial de los militares bestializados que actuaron a la par que el enemigo. La depuración de las Fuerzas Armadas y el castigo a los criminales escondidos todavía entre sus filas son pasos necesarios para volver a respetar a los militares.
Porque los militares no son la pandilla que manejaron Fujimori y Montesinos ni los colinas que mataban niños ni los generales que robaban hasta en el reequipamiento de sus propias unidades. Esos no eran ya militares. Eran truhanes uniformados y decididos a mantener a Fujimori, el capo de la banda, en el poder.
El Perú necesita de sus Fuerzas Armadas. Pero no quiere esos harapos mugrientos que Fujimori nos entregó. Lo que necesita es a sus Fuerzas Armadas devueltas y decentes.
Y para ello es necesario, es absolutamente imprescindible que terminemos de castigar a quienes ensuciaron el uniforme y degradaron el papel de sus instituciones.
El Museo de la Memoria rechazado encaja perfectamente con esta idea de la separación de la paja y la identificación del mal.
Al rechazar el Museo de la Memoria el alanismo de los Nava y los Cornejo vuelve a demostrar su parentesco literalmente sanguíneo con la banda armada que Fujimori mandó desde Palacio.
La argumentación de esa banda ha sido la misma todos estos años: las Fuerzas Armadas nos libraron del terrorismo y, por lo tanto, no merecen sino agradecimiento.
Lo que no dicen esos abogados de la oscuridad es que estuvimos a punto de perder la guerra con el terrorismo asiático de Sendero "gracias" precisamente a los métodos nazis que Belaúnde permitió, García instigó y Fujimori elevó a doctrina de seguridad.
Cada asesinato masivo de inocentes incorporaba decenas de combatientes de Sendero a su organización.
Una gran investigación policial, sin embargo, permitió la captura de Guzmán. El carácter vertical del P.C. del Perú hizo el resto.
Y lo que no dicen los choros que caviarizan a todo el mundo que no piense como ellos es que, después de 1992, la Fuerza Armada, que hubiera podido reclamar para sí, en efecto, un gran reconocimiento, impidió cualquier rencuentro con la sociedad civil al implicarse, hasta el cuello, en la mugre moral del fujimorismo.
La cúpula militar de aquel entonces le "cobró" al Perú la pacificación lograda, no precisamente con sus métodos, con cientos de millones de dólares de latrocinio, sobrevaluación de armamento y agresiones al Estado de Derecho. Es como si los militares estadounidenses se hubiesen dedicado al saqueo de su propio país tras el triunfo en la segunda guerra mundial.
La prédica del fujimorismo ha sido siempre la de perdonar sin recordar y la de olvidar sin ningún propósito de enmienda. Esa lógica mafiosa tiene un propósito: obtener una impunidad nacida de la supresión de la historia, de la negación de la vergüenza, del mecanismo más primario de la infamia.
Esa "razón" racista nos propone, además, una ciudadanía de segundo orden: la de los miles de quechuahablantes víctimas del fuego cruzado y de la crueldad de todos los bandos. Porque la pregunta que nos hemos hecho estos años sigue sin respuesta: si los viles asesinatos de sospechosos y meros testigos hubieran ocurrido en Miraflores, ciudad de Lima, ¿alguien podría hablar de leyes de punto final a la uruguaya?
¡Si todos son asesinos -piensan los fujimoristas- ya nadie es asesino! Y van más allá: ¡si no hay castigo es que no hubo crimen! De allí la presión vallerrestriana que ejercen, con ayuda de Alan García, sobre los jueces del megajuicio. Y para ello qué mejor que un Consejo Nacional de la Magistratura teledirigido desde el Ejecutivo.
No es de extrañar, por otra parte, que el Apra apueste al olvido. Al fin y al cabo, el partido que García ha amordazado y metido en un sótano ha sido siempre maestro en la tergiversación del pasado, que es el modo no virtuoso de olvidar.
¿Recordar? ¿Museo de la Memoria?
Habría que recordar tantas cosas en la larga existencia del partido que Haya fundó para cambiar el Perú. No es propósito de esta columna hacer de Funes sañudo pero bastaría que mencionáramos la tragedia y masacre de 1932, el crimen de 1935, el homicidio de 1945, la pasmada traición de 1948, la promiscuidad de 1956, la romana decadencia de 1963.
Pero si el Apra frecuenta el olvido como mecanismo de defensa, el doctor García necesita el electroshock del poder para llegar a su propia amnesia salvadora.
Si no fuera por el poder, al que llegó precisamente para olvidar hasta sus promesas más recientes, los cadáveres isleños y marítimos que Giampietri vio tan de cerca se agazaparían en sus sueños, con colgajos de algas en los hombros, como los náufragos resucitados de Dylan Thomas en "Bajo el bosque de leche", y las ropas acribilladas de Cayara colgarían en los tendederos imaginarios de Palacio, y los desaparecidos de Los Molinos volverían con sus caras de sorpresa y su inútil candil de kerosene.
Nos han negado un Museo de la Memoria. Lo que no pueden negar es la historia. Esa historia que apristas, fujimoristas y odriistas como el cura Romaña podrían repetir hasta la náusea si fuera necesario fascistizar otra vez a los militares para salvar sus bienes. Esa historia que el Perú mayoritario y democrático no quiere que regrese jamás.
No nos libramos de Guzmán y sus hienas para terminar en manos de sus imitadores.
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